Había en Antioquia una doncella cristiana llamada Justina, tan rica como hermosa, hija de Edeso y Cledonia, los cuales la habían educado en su religión, la de los gentiles. Justina oyó un día predicar a Prailo, diácono de Antioquia, y al escuchar las bellezas ideales de la religión cristiana, se convirtió a ella, logrando poco después que sus padres también se hiciesen cristianos.
Un joven llamado Aglaide se enamoró de Justina y la solicitó por esposa, lo que no pudo conseguir porque ella ya se había ofrecido a Cristo. Desesperado, Aglaide recurrió a Cipriano el Mago para que doblegase a aquella joven que tan rebelde se mostraba a sus deseos. Cipriano aplicó todos sus hechizos y encantamientos, invocando a los espíritus para que le ayudasen en su empresa.
Todo resultó inútil. Justina se resistió a toda clase de sortilegios, porque se hallaba bajo la intercesión de la Virgen y auxiliada por la divina gracia de Jesús, teniendo además en las líneas de la mano derecha el signo de la cruz de san Bartolomé, que por sí sola tiene poder contra toda clase de maleficios y encantamientos.
Lleno de furor, Cipriano, al verse vencido por una criatura tan delicada, se alzó contra Lucifer y le dijo:
- ¿En qué consiste, oh genio del Averno que todo mi poder se vea humillado por una débil mujer? ¡No puedes, con tanto dominio como posees, someterla a mis mandatos! Dime pues ¿qué talismán o amuleto la protege que le da fuerzas para vencerme y hacer inútiles todos mis sortilegios?.
Entonces, Lucifer, obligado por orden divina, respondió:
- El Dios de los cristianos es el Señor de todo lo creado y yo, a pesar de mi dominio, estoy sujeto a sus mandamientos, no pudiendo intentar nada ni atentar contra quine haga el signo de la cruz. De esto se vale Justina para evitar mis tentaciones
- Pues siendo así -exclamó Cipriano el Mago-, desde ahora mismo reniego de ti y me hago discípulo de Cristo.
Así lo hizo y logró más adelante el martirio y ser contado entre el número de santos.